Al bajar del
autobús no supo donde se encontraba. Durante bastantes minutos miró a su
alrededor sin reconocer el lugar. Suspiró. Buscó un banco y se sentó. Todo le
era desconocido. Sintió la desesperanza de la pérdida y el miedo de la soledad.
Sus ojos se inundaron de lágrimas que rodaban por sus mejillas desenfrenadas.
Se limpió con la manga de la camisa y se puso en pie intentando buscar un
camino que emprender sin saber a dónde le llevaría. Se situó en la encrucijada
de dos avenidas repletas de coches que a toda velocidad iban a un destino. Ese
destino que a él le faltaba. ¿Por qué había cogido el autobús? ¿Por qué se
había bajado en aquella parada?
Preguntas y más preguntas para las que no tenía respuesta. Escogió la de
la izquierda simplemente porque el semáforo en verde le daba paso y anduvo
perdido durante horas. Cuando el cansancio le abatió entró en un bar y pidió
ayuda. El camarero estupefacto no sabía qué hacer. Le puso un vaso de agua para
que refrescara su reseca garganta y le sugirió que se sentara al ver al extenuación
que el pobre hombre presentaba. Frente a él, con mucha delicadeza, le sugirió que
sacara su cartera y mirara dentro, también en los bolsillos por si había algo
que lo identificara. El hombre metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó
un papel arrugado que decía:
«Soy Manuel
Fuentes, tengo Alzheimer, si me encuentras llama a este número».
El camarero le
sonrió, le dijo que no se preocupara que él llamaría y pronto estaría con su
familia. Cuando se levantó y fue hacia la barra lo miró; Manuel contemplaba la calle a través de la ventana, ausente de todo y todos.
Mientras marcaba el número de teléfono al camarero se
le cayeron dos grandes lagrimones; a su
madre le acaban de diagnosticar esa demencia.
Más encrucijadas en el blog de Pepe