Foto MJMoreno2011
Cuentan que la historia no la hacen las personas sino aquello que las personas dejan a su paso, siglo tras siglo; por ello presumo con elegancia y majestuosidad de estar situado en la calle San Francisco, calle principal de la insigne ciudad de Oviedo. Cuando no era más que un sucio y cochambroso solar, allá por el 1900, un indiano, se prendó del lugar, se apresuró a contratar al mejor arquitecto de Madrid ordenando que construyera la casa de sus sueños, aquella a la que retornaría con su mujer, sus hijos y los nietos; con los bolsillos llenos de monedas, esas que no tenía y que le obligaron a emigrar, para dejar de pasar hambre, abandonando la mina en la que trabajaba, por dos reales.
El arquitecto, el señor Montero, me dibujó tal como le gustaría que fuera, y con el paso de unos meses, casi un año, ladrillo a ladrillo tomé forma en tres plantas y buhardilla. Me acotaron con tabiques para componer las distintas habitaciones que el propietario tenía en mente, cubrieron mis ventanas con magníficos cristales traídos de un lejano lugar y las adornaron con finas rejas que formaban delicados dibujos. Mi zona preferida era la bohardilla, allí las tejas superpuestas a modo de escamas de pez competían con las que me cubrían, más vulgares pero no por ello menos necesarias, adornando el entramado de ventanucos a través de los que se filtraba la luz del sol. Una erguida chimenea me coronaba; unos colores vivos, brillantes, mezcla de verdemar con ocres y rojizos me hizo diferente al resto de edificios, ahí radicaba y radica mi singularidad.
Cuando el indiano llegó con toda su familia, observé con gusto caras de asombro, bocas abiertas en las chicas de servicio, incredulidad en los alegres e infantiles ojos de los niños que se las prometían perdidos por aquella inmensidad, y un regusto de orgullo y poderío en ese hombre que volvía a su casa, a su tierra.
Esta es tu casa le susurro al oído a Guadalupe, su mujer, mientras abría mi cancela con una enorme llave.
Los extraño, ya no queda nadie de aquellos primeros habitantes, ahora mis plantas se llenan a diario de gente que va y viene, no se quedan; me han transformado en un edificio de oficinas, tan sólo me subsiste el consuelo que me proporciona Mari Fe, la hija de una de las criadas, que nació aquí y a la que le adjudicaron en el testamento la buhardilla. Ella me sigue mimando, da lustre a mis barrotes y encera el pasamanos de la escalera todas las semanas. ¡No sé qué será de mí cuando ella falte!